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Trabajo infantil


En el año 2004, un equipo de filmación integrado por estadounidenses y alemanes llegó a Potosí para documentar la historia de dos niños mineros, Basilio y Bernardino Vargas.
Basilio tenía 14 años y Bernardino 12. Pese a su corta edad, ambos trabajaban en las minas del Cerro Rico a cambio de una paga miserable. Huérfanos de padre, se vieron en la necesidad de trabajar en condiciones similares a las de un adulto, exponiéndose a riesgos como derrumbes e intoxicaciones y hasta manipulando dinamita.
Su historia se estrenó al año siguiente en el Festival Internacional de Cine de Rotterdam con el título de “The devil’s miner” (“El minero del diablo”) y causó tanto impacto en los circuitos fílmicos no comerciales que, además de postularse para por lo menos cinco premios, ganó los de mejor documental en los festivales de Ciudad de México, Chicago, Toronto, Tribeca (en Manhattan, EEUU) y Jerusalén.
De esa manera, “El minero del diablo” destapó una realidad que, hasta entonces, era desconocida en el mundo: el de la explotación laboral a la que son sometidos los niños bolivianos.
El 12 de junio se recordará el Día Mundial contra el Trabajo Infantil y, con ese motivo, las organizaciones que trabajan con y por los niños emitieron informes nada alentadores. En el caso de Bolivia, se confirma que, pese a la legislación vigente, miles de niños continúan trabajando en la minería y en la zafra de azúcar y castaña.
La Agencia Nacional de Noticias por la Infancia reporta que todavía existen adolescentes en las minas que “están expuestos a la inhalación de gases tóxicos, derrumbes y otros peligros, cargando herramientas y mineral. También participan en tareas de perforación y disparo de dinamita”.
Las cosas, entonces, siguen igual que cuando se filmó “El minero del diablo” y el Código del Niño, Niña y Adolescente no es de gran ayuda.
En octubre del año pasado, el gobierno anunció su intención de prohibir el trabajo de los niños en las minas y las zafras. Esa posición era tan poco sensata que nadie la tomó en cuenta.
Los problemas del trabajo infantil no se resolverán con leyes ni decretos. Pensar así es caer en el simplismo con el que el gobierno pretende tapar las fisuras de nuestra sociedad.
Según la Organización Internacional del Trabajo, las acciones que deberían asumirse incluyen “garantizar que todos los niños tengan acceso a la educación de calidad hasta por lo menos la edad mínima de empleo” y  “combatir la pobreza garantizando que los adultos tengan oportunidades de trabajo decente”. Sin embargo, ni este gobierno ni los anteriores asumieron medidas destinadas a implementar esas recomendaciones.
La educación sigue siendo un tema de segundo orden —como se comprobó en la última negociación salarial— y la política laboral del actual gobierno está más orientada a liquidar a la empresa privada que a fortalecerla o, por lo menos, respaldarla. Está científicamente demostrado que el Estado no puede ser el único empleador en un país así que el sector privado es imprescindible pero, si el Gobierno sigue aprobando leyes que lo debilitan, ¿cómo podemos esperar que se abran nuevas fuentes de trabajo? Peor aún, la tendencia señala que muchas empresas cerrarán sus puertas así que crecerá el desempleo y los niños seguirán obligados a meterse a cualquier cosa para llevar unos centavos a su hogar.
Por tanto, el problema es de fondo y Bolivia, donde la minería sigue siendo cosa del diablo, todavía está lejos de encontrar una solución.

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