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Amor

No existe palabra más difícil de definir que “amor”.
Gracias a la técnica y el conocimiento acumulados desde 1713 —y a la innegable sapiencia de sus integrantes—, la Real Academia Española (RAE) llegó a esta definición: “Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”.
Sin embargo, existen otros tipos de amor y el mismísimo diccionario de la RAE los incluye: “sentimiento de afecto, inclinación y entrega a alguien o algo”, “esmero con que se trabaja una obra deleitándose en ella”…
La enciclopedia en línea Wikipedia dice que “como concepto abstracto, el amor se considera normalmente un sentimiento profundo e inefable de preocupación cariñosa por otra persona, animal o cosa. Incluso esta limitada concepción del amor, no obstante, abarca una gran cantidad de sentimientos diferentes, desde el deseo pasional y de intimidad del amor romántico hasta la proximidad emocional asexual del amor familiar y el amor platónico, y hasta la profunda unidad de la devoción del amor religioso”.
Hasta esta semana, el amor en la sociedad boliviana había sido relegado a la intimidad de los hogares, a los encuentros de pareja y a los afectos entre parientes o amigos.
Los diferentes gobiernos que pasaron por el Palacio Quemado hablaron muy rara vez de amor. Generalmente se acomodaban en el poder, se asentaban en estructuras económicas y políticas y veían la forma de permanecer en él. Las peculiaridades regionales, el trato discriminatorio de los gobernantes y hasta la diversidad cultural del país marcó diferencias que hicieron imposible el sueño de la unidad. Sólo el fútbol unía al país pero lo demás eran motivos para la pugna.
Las dictaduras cultivaron la antítesis del amor: el odio. Para los gobiernos totalitarios, el que no formaba parte del gobierno o pensaba diferente era un enemigo que había que eliminar incluso físicamente. Por eso es que hubo tantos asesinatos políticos a lo largo de nuestra historia.
Aunque reciclado por la democracia, ese odio volvió a advertirse con un gobierno que no tolera ningún tipo de crítica a su desempeño. El odio fue fomentado desde las esferas gubernamentales que aprovecharon viejas rencillas para volcar al habitante del campo, el mal llamado indígena, contra el de las ciudades. Así, el revanchismo se convirtió en terreno fértil cuyos frutos fueron los votos.
De pronto, el amor salió de la galera y volvió a formar parte de la conversación cotidiana de los bolivianos. Surgió en una carta que el presidente Evo Morales entregó al Papa Benedicto XVI.
En la misiva, el jefe del Estado Plurinacional sorprende al declararse “católico”, “cristiano de base”, y, además de pedir cosas tan coherentes como la anulación del celibato y el acceso de la mujer al sacerdocio, afirma que tuvo la ocasión de reflexionar “sobre las lecciones de amor, justicia, igualdad y entrega al prójimo de Nuestro Señor Jesucristo” (¡!).
Sin embargo, esas palabras parecen ser la alfombra que se tendió para el verdadero propósito de la visita de Evo al Vaticano: quejarse por las críticas del Cardenal Terrazas en sus homilías; es decir, es la jugada diplomática del intolerante que ya no quiere que le señalen con el dedo desde los púlpitos.
Pero no seamos mal pensados…
Supongamos, así sea por unos momentos, que Dios, que es amor, ingresó por fin —o regresó— al corazón de Evo Morales, que su lejanía de sus asesores cultivadores de odio le hizo bien y, de pronto, quiere gobernar siguiendo las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo.
De ser así, realmente se habría producido el tan pregonado cambio y Bolivia puede esperar mejores días.
Serán los hechos los que demuestren si el gobierno actúa, a partir de ahora, fomentando el odio o el amor…

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